Por: Osviel Castro Medel
Cuentan que cierta noche llegó a una casa en los llanos del Cauto y al tocar la puerta gritó en tono jodedor: « ¡Vamos, levántese, llegaron los come vacas!». Alguien le contestó desde la cama, con el corazón a saltos: «Ah... ¿Crees que no te vamos a conocer? ¡Sabemos quién eres!»
Ese hombre de la jarana no era otro que Camilo, aquel que provocaba un avispero cuando asomaba la barba y la sonrisa, la barba que luego sería poema, la sonrisa que empequeñecía hasta al Sol.
El mismo que en el décimo mes del año primero de la Aurora puso al país fuera de órbita con la noticia de la pérdida. Golpeó tanto la mala nueva que determinadas personas enfermaron de los nervios. Y, Arcadio Peláez, el «Coronel» de El Jardín, su amigo y colaborador, sufrió un ataque cardíaco que le ocasionó la muerte
Porque ese hombre, era -como se ha dicho, pero a veces no todos han entendido- el pueblo personificado. Siempre terrenal, lleno de maldades cubanas e ideas ocurrentes; siempre tierno, lleno de detalles que llegaban al alma.
Por eso, luego del malsano rumor de la aparición, fue entendible ver las calles repletas de objetos, sonidos ensordecedores y espontáneos bullicios de la gente.
Ese hombre de la jarana, que resultó un escultor fracasado fue, junto con otros, arquitecto de una nación de fantasías y verdades.
Él eternizó octubre con un discurso de lava y unos versos hondos de Bonifacio Byrne, que aún laten; eternizó la lealtad, cuando vestido de pelotero barbudo, rechazó lanzarle un strike a su jefe guerrillero.
Ese hombre de la jarana fue de los más serios en la hora crucial, porque se convirtió, de rebelde temperamental -«que estaba equivocado» en un principio, como expresara el Che- en jefe excepcional, el primero que bajó al llano, el escogido entre tantos para hacer la invasión junto a su amigo.
Siempre he creído que ese hombre sin aparentes miedos -que iba y venía en un sombrero con espuelas, que parecía burlarse de los proyectiles a su oído, y edificó en solo 27 años una historia deslumbrante- necesita mejores evocaciones, por encima de fechas puntuales.
He creído eternamente que ese hombre de la broma no puede ver la flor de hoy convertida en rutina o ceremonia aparatosa sino en saludo, guiño y beso silencioso.
Siempre he dicho que no importa que los jardines queden desnudos en los octubres. Que esa flor de cada décimo mes del almanaque debe ser una estrella devuelta a quien se vistió de Comandante sin proponérselo; a quien no quiso tener sepulcro en tierra firme y regresó de un combate infiltrado en el suspiro de una ola, en la copla de una tarde, en el ademán de un pequeño emocionado frente al mar.
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